jueves, 2 de abril de 2015

La Cantina

Las historias que les voy a relatar señores lectores, pueden parecer inverosímiles. Pero puedo jurar y juro, que todas y cada una son ciertas. Mi nombre es Óscar, y soy el dueño y gerente de un pequeño bar de pueblo bautizado como La Cantina. A mis ochenta y siete años, jubilado, viudo y sin descendecia, mi único próposito es esperar que es vieja de capucha negra y guadaña oxidada venga a por mí y me pueda marchar de este mundo habiendo dejado un legado. Lo único que me permite hacer mi invalidez es escribir, y cuando mi vejez me lo impide me ayuda mi sobrino Matías.



Heredé La Cantina con dicisete años. Mi pobre padre fue lo único que pudo dejarme cuando la tuberculosis me lo arrebato. Nunca me ha gustado el nombre del establecimiento, pero por respeto a la memória de mi progenitor, nunca lo he cambiado hasta su cierre. A mi temprana edad me tuve que hacer cargo de dos hermanos pequeños, y una madre invadida por el dolor, que la mantenía postrada en cama con mucha frecuencia. Me levantaba temprano, muy temprano, y cruzaba las calles hasta llegar a mi nuevo negocio. La primera semana no conseguí abrir el bar, requería una exhaustiva limpieza. Pese a ser un recinto pequeño, me costaba limpiarlo, había muchos rincones y mucha mugre acumulada. A veces, la vecina, doña Luisa me ayudaba en mi tarea. La mujer le ponía empeño, pero su carácter dictatorial terminó por frustrarme, y decidí no llamarla más. Cuatro mesas y ocho sillas era lo único que quedaba en buen estado, todo lo demás estaba siendo devorado por la carcoma. Los estantes no estaban en mejor estado, así que por miedo a perder todos los licores, los retiré, y me deshice de las baldas. Al final solo quedó un habitáculo frío, desnudo y empobrecido. Esto no me desanimó. Si el bar había funcionado durante cuarenta años, yo no iba a ser quien lo abandonara. Le encargué a mi tío Mariano unas puertas nuevas, de madera maciza. Por ser familía me las dejaba a mitad de precio. Cambié los cristales de los ventanucos, y mandé reconstruir los sanitarios. Con el dinero que teniamos ahorrado en casa, conseguí pagarlo todo, y aún me sobro dinero para renovar el mobiliario. Mereció la pena. La vieja Cantina no tenía nada que envidiar a la nueva. Al fondo, la barra, limpia y reluciente, y encima unas maravillosas baldas color caoba, que resistirian hasta un terremoto. Allí se erguían los carísimos alcoholes que mi padre había recolectado durante años. Distribuí las mesas a cada lado del bar, por parejas, dejando un amplio pasillo en medio. En la esquina izquierda del fondo, la puerta de madera guardaba unos balnquísimos retretes, para hombre y mujer, con sus respectivos lavabos. Esto empezaba a marchar.

Abrí una tarde de septiembre, el frío empezaba a aplacar el calor, y la gente buscaba refugio en mi acogedor bar. La gran mayoría se pasó para darme sus condolencias: La tía Pilar, el señor Martínez, incluso mi primo segundo Perico, que había vuelto de las americas.

-¡Dichosos los ojos, Perico! - Dijé al verle entrar.
-¡Primo! cuánto has crecido. No te veía desde que aún no te tenías en pie. ¿Cómo lo llevas?
-Es duro, pero poco a poco. Tómate algo, la primera invita la casa. -Antes de que me respondiera, le serví en una copa de cristal un vino tinto de diez años. -No acepto un no por respuesta. - Dije acercándole la copa.
- ¡Que me aspen si lo rechazo!

Evitó hablar de mi padre, cosa que yo le agradecí, tan solo habia pasado algunos meses desde su fallecimiento y aún lo tenía muy reciente. Estuvimos hablando largo y tendido durante muchas horas, se quedó hasta el cierre relatándome historias y anécdotas de más allá del charco. Perico tenía un gran don para narrar las histórias, y te mantenía en vilo hasta que acababa. Más de una vez me llamaron la atención por no escuchar las peticiones de los clientes, a lo que Perico siempre se disculpaba alegando que era joven e inexperto y que me dieran un margen de mejora. Yo aún no tenía el suficiente carácter para rebatirle y decirle que era culpa suya, así que emmudecía y asentía con la cabeza.

Mi primo me contó que allá, había conocido a una muchacha de cabello plateado y de ojos que le cambiaban según su estado de ánimo. Esto último me descolocó, pero Perico alegaba que allá es todo diferente, es como un mundo a parte, que estaban más avanzados que nosotros. Cuando estaba triste se le ponían grises, si se enfadaba, rojos como el mísmisimo infierno y si reía de verde chillón. Yo asentía con la cabeza, pero nunca llegué a creerme esa história. Estubieron juntos durante tres años, decía que solo tenía ojos para ella, luchó contra viento y marea por ella, pues su familía no lo aceptaba por ser extranjero. Estubieron al borde del matrimonio, pero a Perico le dió un ataque de pánico y huyó despavorido. Decía que durante tres noches soñó con esos ojos rojos que le acusaban durante la noche, y estaba convencido de que esa cruz le perseguiría toda su vida. Por eso decidió volver al pueblo. Cuando las luces de la calle empezaron a encenderse, decidí que era hora de cerrar, había sido un primer día muy agotador, así que despaché cordialemente a los clientes que aún estaban allí, y me dispusé a hacer caja.

-Ay primo, este vino que me has servido está empezando a hacerme efecto. - Me decía con hipo.
-¡Pues ya va siendo hora de que vuelvas a casa antes de que termine de hacerte efecto y duermas en un banco de la plaza! - Le dijé entre risas.

Me despedí de Perico con un abrazo, y me prometió volver más a menudo antes de emprender su marcha. No lo volvería a ver hasta dentro de varios meses. hacía frío en la calle, un frío húmedo, que te cala en los huesos. Se me pusiero las mejillas sonrojadas y mi nariz moqueaba. ya había cruyzado varias calles, y estaba a punto de llegar a casa, cuando en la acera de enfrente la ví. Una muchacha alta, encogida por el frío, y con una melena plateada. La miré durante unos segundos, y ella volvió la cara hacía mi, mirándome con unos pentrantes ojos rojos. Volví rápidamente mi cabeza y aceleré la marcha. Me quedé sin aliento y tuve que apoyarme durante varios minutos en la pared de mi casa. Entré corriendo y cerré con llave. Tras hacer la cena, y hacer vida familiar me acosté en la cama, había sido un día muy duro. Es misma noche, soñé con esos profundos ojos rojos, que no paraban de mirarme acusándome de algo que desconocía. Parece que mi primo Perico tenía razón al fin y al cabo. Para mi suerte, nunca más volví a ver a esa muchacha. Ese día había empezado mi vida como gerente y dueño de La Cantina.

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